martes, 7 de julio de 2015

Amarlo todo

Las dos autoras produjeron parte de su obra becadas en Yaddo, la residencia para artistas en una finca de 400 hectáreas, de la que John Cheever dijo que albergaba más actividad artística que cualquier otro lugar en el mundo


Flannery O’Connor,escritora estadounidense.

Carson McCullers, autora estadounidense./revistadeletras.net
1. Flannery O’Connor y Carson McCullers se odiaban. O al menos lo que en el mundo literario se conoce como tal: mientras la una –Flannery– andaba diciendo que El reloj sin manecillas era la peor novela que se haya escrito jamás, la otra –Carson– decía que su contrincante parece haber leído atentamente Frankie y la boda para aprender la lección y recitarla en el cuento El templo del Espíritu Santo. Las dos autoras crecieron a 200 km de distancia en ese sur norteamericano cuyos ejes –racismo, religión, campo–  han generado un plano tridimensional listo para albergar lo grotesco y delicado de ambas. Las dos autoras produjeron parte de su obra becadas en Yaddo, la residencia para artistas en una finca de 400 hectáreas, de la que John Cheever dijo que albergaba más actividad artística que cualquier otro lugar en el mundo. Las dos autoras padecían un contacto con la realidad más cercano de lo común.
2.
Un personaje de McCullers está sentado en una cafetería estilo Edward Hooper, de esas que abren toda la noche y reciben el día con las luces aún encendidas. Está sentado en el lugar donde presumiblemente bebió algunas cervezas. Afuera llovía y se aclaraba poco a poco cuando de repente entra un niño de doce años que reparte periódicos. El hombre le llama, le dice que le quiere, le invita a tomar algo. Le muestra la foto de una mujer que lo abandonó hace mucho tiempo. Pero no lo hace por lamentarse sino simplemente como preludio a lo que de verdad quiere contarle esa mañana. Porque ya está amaneciendo, dejan de caer las gotas y se termina el silencio: le quiere explicar la ciencia del amor.
“Hijo, ¿sabes cómo debería empezarse el amor? Un árbol. Una roca. Una nube”. Ese es el título del cuento: Un árbol, una roca, una nube. Separadas por puntos seguidos, porque el hombre lo hace separadamente, los ama separadamente. El problema, dice, es que siempre hacemos las cosas al revés: siempre empezamos por el final. Después de meditarlo con profundidad, tras el abandono de su esposa por otro -porque siempre es por otro- había comenzado con precaución. Cogía cualquier cosa de la calle y se la llevaba a la casa. Se concentraba en ella. La amaba. Ahora puede mirar una luz hermosa dentro mientras externamente ve una calle llena de gente. Cualquier cosa. Cualquier persona.
Un personaje de O’Connor, por su parte, escapa de la finca en la cual acaba de quemar el cuerpo muerto, aunque todavía tibio, de su tío abuelo. Tiene un poco más de doce años y lleva toda la vida sin ir a la escuela para no confundir su mente. Solamente ha estado al amparo de un familiar que se cree profeta: le ha enseñado un cristianismo que a veces de tan grotesco parece real. Es inevitable recordar también a la familia Glass, de J. D. Salinger, que empezaba a aparecer en estos años sesenta y  tampoco recibían la educación acostumbrada sino una puramente espiritual. El chico, con las llamas a sus espaldas, sale a la calle y busca que alguien lo lleve a la ciudad. Lo recoge un comerciante. Se ven, al fondo, las luces eléctricas que encienden el paisaje a medianoche.
“Hijo, ¿sabes cuál es la mejor táctica para vender tubos de cobre? El amor. Es la única táctica que da buenos resultados el noventa y cinco por ciento de las veces. No le puedes vender tubos de cobre a alguien que no ames”.
Algo así le decía el vendedor al adolescente recién conocido que tenía al lado. El chico de O’Connor olía a alcohol: había encontrado los depósitos de su tío abuelo profeta aprovechando su repentino fallecimiento mientras desayunaban. El comerciante seguía diciendo que primero tenía que saber la salud de la esposa de su potencial comprador, cómo estaban los hijos, los fallecimientos cercanos, etc. Todo lo anotaba en su libreta. Si no, el negocio no funcionaba.
3.
Flannery O’Connor había conocido a Maryat Lee en Georgia. Esta última la había visitado por recomendación de una amiga en común y allí nació la amistad cuyo testimonio es una abundante correspondencia. Años después sería la precursora del eco-teatro u obras montadas en las calles de Harlem con actores y –muchas veces– guiones improvisados. Se trataba de una licenciada en interpretación con una tesis doctoral sobre los orígenes del arte dramático en la religión. Aunque conversaron mucho en los alrededores de Andalusia –la granja en la que vivía O’Connor– ambas eran polos opuestos: mientras la una era una dama sureña de vestido que vivía con su madre, la otra andaba de pantalones, botas y gorro, siempre con una bolsa de cervezas, y vivía sola en un departamento que tenía la bañera en la cocina (fue parcialmente retratada en el escritor neoyorkino protagonista del cuento El escalofrío interminable publicado en Harper’s Bazaar).
En 1957 Maryat se casa con un australiano y se va de luna de miel a Japón. Allí, a finales de mayo, le escribe una carta de cuatro páginas a su amiga del sur de Estados Unidos en la que, aparte de contarle que se acaba de enamorar de un crítico de cine, le dice que también la quiere a ella, aunque solo en los setenta dirá abiertamente que –como McCullers– es bisexual. O’Connor responde:
“Todo ha de diluirse con el tiempo y la materia, incluso ese amor tuyo que debe llegar a muchos de nosotros para que pueda llegar. Es la gracia y es la sangre de Cristo, y, después de verte la primera vez pensé que estabas llena de ambos y que no sabías que hacer con ello, o tal vez qué era siquiera. Aunque ames a Faulkes, a Ritche, a mí, a Ammet, al hermano de Emmet y a su novia equitativa e individualmente, al final has de volcarlo en alguna parte”.
(Carta 9 de junio de 1957).