miércoles, 27 de agosto de 2014

Paseo literario por Edimburgo

 La ciudad escocesa se convierte en capital cultural de festivales literarios y de teatro

Uno de los espectáculos callejeros en Edimburgo. / Jeff Mitchell./elpais.com
La luz cambia constantemente en Edimburgo a causa de las nubes que van y vienen por el cielo, y parece a veces que el semblante de las personas que han acudido al festival y se agolpan en las calles adyacentes al castillo cambia según ese vaivén meteorológico. Pero no, nada tienen que ver las nubes, ni el viento frío que viene del Oeste, ni el sol que este agosto de 2014 es en Escocia más huidizo que nunca; los responsables de los rostros risueños o taciturnos son, sencillamente, los actores y los músicos. Me pongo como ejemplo: iba caminando sin mayor preocupación, contento de haber escuchado a un saltarín grupo de música tradicional china, cuando, empujado por la riada humana que en ese momento bajaba por High Street, me vi de pronto frente a un Pierrot que hablaba del suicidio de Robin Williams.
“Un genio atormentado por la depresión”, leyó Pierrot en voz alta, abriendo un periódico. Luego nos miró a todos, a los veinte o veinticinco que hacíamos de público. “¿Recuerdan el cuento de Edward Lear?”, preguntó. “Un hombre fue al psiquiatra porque ya no podía más, y el psiquiatra le aconsejó ir a un circo recién llegado a la ciudad en el que actuaba un payaso muy divertido. Pero al hombre no le valía esa solución, porque él era el payaso de aquel circo”. Pierrot cerró el periódico: “¿De qué le valió a Robin Williams hacer reír a todo el mundo? ¿Hacer reír a Obama?”.
Me vi en el cristal de un escaparate. Estaba triste, sin rastro de la alegría que me habían insuflado los saltarines músicos chinos. Me fijé en el resto del público. Todos estaban tristes, igual que yo. ¿Todos? No, todos no, había un hombre de hermosa coleta blanca que protestaba furioso. Se explicó, nos explicó: “La primera vez que vine aquí vi un número en el que Malcolm Hardee disparaba un cohete después de incrustárselo en el culo. Ese mismo día, un grupo alemán cantó una ópera con un cerdo vivo en escena. En mi opinión, ése es el espíritu del festival. Esta mierda de payasos tristes es inaguantable”. Una ráfaga de viento frío barrió High Street. Fue una señal. Tres segundos después, ya nos habíamos dispersado.
El circuito alternativo parecía un listín telefónico: 700 ‘performers’
En los aledaños del castillo había más gente que en ninguna otra parte, una multitud, y de ella sobresalía la figura de un santón indio. Llevaba turbante y refajos, y hacía sonar un cornetín dorado. Me acerqué, y —¡sorpresa!— no era un actor, sino una taquilla ambulante. Vendía entradas para el espectáculo militar que se celebra en la explanada del castillo a todo foco y a toda gaita, el así llamado Royal Edinburgh Military Tattoo. De pronto, un incidente: secuestro del cornetín dorado. El secuestrador, un hombre joven de aspecto marcial. Al santón le costó alcanzarle, y solo recuperó el instrumento tras muchos ruegos y lloriqueos. La situación se aclaró enseguida. El santón era en realidad Alí Babá, un ladrón que vivía de la reventa. El justiciero, uno de los participantes en el Tattoo.
Hay en High Street una zona acotada en la que los participantes del Fringe, uno de los circuitos alternativos del festival, hacen propaganda de sus actuaciones. Entré dentro y recibí una postal del grupo de teatro Foximorons. En la fotografía, dos muchachos en un váter público: uno de ellos en posición de orinar; el otro, con los pantalones completamente bajados, haciendo supuestamente lo que —teniendo en cuenta el genuino espíritu del festival— cualquiera puede imaginar. Seguí adelante y crucé toda la zona acotada. Fueron solo diez minutos, pero me aportaron una cosecha de, exactamente, 34 postales publicitarias.
Imagen del festival literario de Edimburgo, que se celebra en agosto.
Hacía frío, las nubes grises corrían por el cielo, el sol huía hacia alguna otra nación, la sombra de Pierrot flotaba aún en el ambiente, y, en fin, todo invitaba a buscar un poco de calor. Después de una breve inspección, acabé en The Elephant House, “el local donde J. K. Rowling escribió parte del primer libro de Harry Potter”, según la guía literaria de la ciudad. Afortunadamente para mí, el camarero, sin ser exactamente un mago, era muy competente, y no se limitó a traerme el café y el scone, sino que puso sobre mi mesa todos los programas generales del festival. “Si analiza las propuestas postal a postal no le quedará tiempo para ver las actuaciones”, me dijo. Tenía razón. O tenías los poderes de Harry, o se te iba la mañana en cavilaciones.
El programa del festival oficial era elegante, y anunciaba grandes producciones: óperas de Hector Berlioz y de Benjamin Britten, una pieza de teatro de Thomas Bernhard, un espectáculo de danza española (Patria, de la Paco Peña Flamenco Company) y más de treinta conciertos de música clásica.
En cuanto al programa del circuito alternativo, Fringe, parecía un listín telefónico. Tenía más de 400 páginas, y el número de performers —actores solos, actores en compañía, músicos, bailarines— era de 700, aproximadamente. El de locales —vale cualquier hueco con sillas—, de 400. Me quedé medio mareado con aquellas cantidades, y lo único que saqué en limpio fue que uno de los adjetivos que más se repetía en las citas de las reseñas era el de hilarious, “hilarante”. Dominaban, pues, las comedias, y, en la mayoría de los casos, eran stand up, escenificadas por un único actor.
Uno de los adjetivos que más se repetía en las reseñas era “hilarante”
Al salir de The Elephant House vi a una chica joven con un pin azul que decía YES, sí a la independencia de Escocia. Luego, ya en Market Street, una mesa informativa con un YES todavía más grande. Seguí caminando y, cien metros más adeante, junto a la puerta de unos grandes almacenes, vi pegada a la pared una fotografía que me resultó familiar. Era de Hodei Eguiluz, el joven vasco que desapareció en Amberes en octubre de 2013. Su familia y amigos no cejan en el empeño de encontrarle vivo, y lo buscan por toda Europa.
Llegué a Charlotte Square, donde se asienta el Edinburgh International Book Festival —750 autores, 800 actos—, y me encontré con el hombre que lo “construye” y dirige, Nick Barley. Le hablé de los YES que había visto en la ciudad. Se puso muy serio al contestar: “Por un lado, el momento es positivo para Escocia, porque el referéndum ha generado un gran interés hacia el país. El problema es que la retórica política puede crear una profunda división entre la gente. La literatura, que siempre es diálogo, tiene ahora mucho que hacer. En ese sentido, el papel del Festival del Libro es el de ofrecer un fórum neutral donde todos los puntos de vista puedan ser escuchados”. Me parece cierto lo que dice, porque este mismo año han hablado en el festival autores a favor del sí, como Alasdair Gray, y autores que, como Malorie Blackman, están en contra.
Volví al hotel pensando en los diferentes sentidos que adopta en castellano el término “animado”. Estaría animado el que está contento, y también el que está en movimiento, con asuntos que arreglar; pero, sobre todo, el calificativo correspondería a aquel que tiene ánima, alma, espíritu, palabra. Resumo mi impresión de Edimburgo en este verano de 2014. Es un lugar animado, tanto como ese cielo suyo donde las nubes van y vienen, y el sol es huidizo.