sábado, 16 de agosto de 2014

Minicuentos 86



De la fantasía y otras nieblas         
                                                                              


Levedad

Amílcar Bernal Calderón

La mariposa le teme al huracán, pues odia viajar sin preparar los mínimos detalles.





Buceo

Carlos Bégue

Para el deán del cabildo perderse con relatos fantásticos es rutina. Su biblioteca atesora centenares de volúmenes. Todos tienen un tema común: lo desconocido. Aunque está en paz con Dios y la mayoría de sus criaturas, no haber atravesado aquella frontera lo descorazona. Una tórrida noche de enero lee en la bañera del palacio arzobispal cuentos de la dinastía Ming. No puede conocer el final: al quitar el tapón se escurre con las aguas.



Celos

Alejandra Ulloa

Hubo un tiempo en que los animales les hablaban. Las palomas mensajeras iban y venían llevando poemas de amor entre los hombres.

Un día un hombre celoso mató a una paloma, y la Magia, entristecida, enmudeció al resto de ellas para protegerlas.

Su despreocupada nieta, la Tecnología, ni se inmutó y con un dibujo y dos circuitos, engendró el fax.



Los abuelos

Dalia Subacius Folch

 “Amarrarse con un cordel el dedo gordo del pie a la cama. Un papelito con nombre y dirección en el bolsillo de la pijama. Los mayores deberán llevar las gafas y el pasaporte”. A la mañana siguiente había que ponerse en fila frente al baño y dejarse contar. Mi abuelo creía que los niños podíamos volar mientras dormíamos y amanecer del otro lado del mar. “Cosas de viejos”, decía mi abuela, “¿Cuándo has visto que falte alguno de ustedes?”. Y era verdad, siempre estábamos completos, pero ella se levantaba tarde en la noche y nos cerraba la ventana de la habitación por fuera.



Deslamparados

Liliana V. Blum

Los genios viajaban concediendo tres deseos a quienes frotaran sus lámparas maravillosas. Existieron, otros genios que iban por ahí sin llevar lámpara alguna. Preferían que las personas frotaran lo que mejor les pareciera.

De esta segunda clase hubo agradecidos genios que llegaban a conceder hasta cien deseos.



Poca fe

Pol Quentin

En Misore, el famoso Fakir Sar Miy Maharam ejecuta el famoso ejercicio de la cuerda india ante una docena de espectadores indígenas y un ciudadano británico.

Maharam comienza por trazar un amplio círculo en el suelo, con la ayuda de un trozo de carbón, y ruega a los espectadores no tropezar ese trazo.

Seguidamente lanza al cielo una cuerda de unos quince metros de longitud, que se mantiene tirante en el espacio. A continuación emprende la ascensión.

Casi ha llegado al extremo cuando el inglés, incrédulo de que no haya superchería, franquea el círculo prohibido. En ese instante la cuerda se destensa y el escalador se estrella contra el suelo y muere.



La competencia

Luis C. A. Gutiérrez Negrín

 Detuvo su alocada carrera para descansar unos instantes. Trató de detectar la cercanía de algún otro competidor, pero los impulsos de su larga cola le habían proporcionado, casi desde la salida, una cómoda ventaja sobre los demás. Se sintió orgulloso de su apéndice, más largo y flexible que el de todos los de su generación. No en balde se había pasado prácticamente toda su vida ejercitándose y preparándose para la gran carrera.

Mientras reanudaba su camino, un poco más tranquilo, no pudo evitar un estremecimiento al recordar que, después de todo, se acercaba al final de su vida. El objetivo final de la carrera era la muerte. Lo sabía, como todos, desde su nacimiento y había sido preparado para aceptarlo. Sabía también que para el triunfador de la carrera estaba prometida la otra vida. La vida eterna, según algunos. Una vida en otra dimensión, en otro universo, radicalmente distinto e imposible de imaginar, según otros. Una vida en la que seguiría siendo el mismo, pero a la vez sería otro, algo que no comprendía del todo pero deseaba creer.

Seguía nadando a toda velocidad y de pronto supo que estaba frente a su objetivo, aunque nunca antes lo hubiera conocido. Tal como decían las tradiciones, ahí estaba el pequeño agujero luminoso, justo del tamaño adecuado para que pasara por él. Pero ¿qué habría más allá? ¿Era posible que miles, quizá millones estuvieran condenados a muerte y sólo uno —el mejor— pudiera pasar? ¿Había realmente otra vida o, al revés de lo que se le había enseñado, sólo el mejor debería morir para que los demás sobrevivieran?

Mientras se debatía en la duda, un grupo de competidores se le adelantó. Uno de ellos, sin pensarlo mucho, se lanzó de cabeza al agujero y la luz desapareció. Sin embargo, el espermatozoide todavía pudo darse cuenta, antes de morir con los demás, que la cola del ganador no podía compararse de ningún modo con la suya.