sábado, 15 de febrero de 2014

De La Mancha al Río de la Plata

Versiones. Un recorrido por los tributos y reciclajes dedicados al  Ingenioso Hidalgo  en la obra de autores argentinos y uruguayos contemporáneos

Serie  El Quijote, de Carlos Alonso. Ilustración de la segunda parte de El Ingenioso hidalgo Don Quixote de la Mancha (1958)./revista Ñ
Más allá de la buena fortuna del Quijote en la estimación de la crítica y de sus lectores modernos, no existe ninguna explicación suficiente para la proliferación desbordada de apropiaciones, continuaciones y reescrituras que ha generado desde su publicación. Ya en 1607 desfilaban Don Quijote y Sancho entre los disfrazados del carnaval de Lima, sólo dos años después de la aparición de la primera parte en España. Y en 1614 aparecía la primera imitación: un segunda parte espuria firmada con el seudónimo de Alonso Fernández de Avellaneda. La continuación apócrifa no gustó nada a Cervantes, quien se ocupó, en la segunda parte de 1615, de atenuar algunos juegos que debilitaban la autoría de la primera, en cuyo prólogo, por ejemplo, declaraba no ser padre, sino “padrastro” de Don Quijote. Cervantes decide fortalecer su autoridad matando al protagonista, no sin antes hacerlo renegar de sus hazañas. Esta estrategia de cierre estuvo lejos, sin embargo, de desalentar a los admiradores futuros que, en estos cuatro siglos, y a través distintas culturas y lenguas, han reincidido una y otra vez en el intento de continuar o reescribir el Quijote.

En busca del original


Una de las formas que asumió la ficción cervantina en el Río de la Plata basó la anécdota en la llegada o el hallazgo de la primera edición del Quijote, volumen sacralizado, ungido con el valor del original y que, a su vez, contribuye a refrendar la legitimidad de la propiedad del clásico, que se quiere también originaria. Un relato del argentino Carlos Bosque, publicado en Montevideo en 1927, recreaba el revuelo de la llegada de un primer ejemplar a una viuda de Buenos Aires en 1612. En esta versión, la historia de Don Quijote circuló leída en tertulias y no faltaron quienes encontraron semejanza entre sus aventuras y las empresas poco heroicas de la conquista de Salta, hechas con bueyes remolones y “arreadas de porquerizos”. Alguno de los contertulios sugiere la inspiración americana: Cervantes debió enterarse de lo que ocurre por estas tierras, porque “lo que dice don Quijote tiene su origen en el sol indio que hace ver todo como heroico, grande, caballeresco”.
Más de dos décadas después, Mujica Lainez construye una historia imaginando la peor suerte de otro ejemplar, llegado de contrabando en 1605, entre víveres y municiones (“El libro”, Misteriosa Buenos Aires , 1951). Las minucias del relato explican la escasa supervivencia de algunos bienes simbólicos en el estrecho mundo colonial. Por su parte, Héctor Tizón revela la inaudita y poco explicable existencia de uno de estos valiosos y raros primeros ejemplares en una estancia en Jujuy, en la casona de un tal Marqués de Yavi ( Tierras de frontera , 2000).
Por otro lado va Los pelagatos , una novela de Alberto Gallo premiada por Planeta en 1997, que se desarrolla como una autoficción de aprendizaje de la difícil adaptación al mundo del protagonista adolescente montevideano, quien vive al lado de un cine y escucha cada noche diálogos de películas que no siempre puede ver. Los reiterados diálogos asaltan la memoria del protagonista en los momentos más insospechados y él hace de ellos un uso artificioso que sustituye su iniciativa, lo que recuerda los discursos librescos de Don Quijote imitando los relatos caballerescos. Antes de morir, su abuela confía al chico una primera edición del Quijote de 1605, dedicada por el autor a Juan Gallo de Andrada. El legado resulta una carga, no sólo porque él detesta el Quijote, mal aprendido y peor enseñado en las clases de literatura, sino porque su posesión lo va a ir enredando en una serie de líos propios del policial negro, con persecución incluida a una banda de mafiosos que huye con el libro por la frontera uruguaya con Brasil. La valiosa edición viene acompañada de seis cartas que Juan Gallo dirigió a Felipe III, dándole cuenta de su conocimiento de Cervantes y de las vivencias que compartieron en la juventud.

Hacerse caballero


Al hablar de Cervantes y América, suele evocarse un acontecimiento biográfico que ha sido muy productivo literariamente. Luego de su cautiverio y más de una decepción, sin empleo ni protectores, Cervantes solicita al Consejo de Indias un puesto vacante en América para probar mejor fortuna. Pocos días después, en junio de 1590, recibe una escueta negativa burocrática: “Busque por acá en que se le haga merced”. Desde que se conocen estas gestiones, se especula con que si Cervantes hubiera venido a América no habría escrito el Quijote, o habría escrito otro libro (¿un Lazarillo de ciegos caminantes tocado por el delirio?, ¿un “Quijote baldío”, como el que imaginó perdido Nicolás Rosa?).
A su vez, la ficción latinoamericana ha reincidido en el empeño de continuar las hazañas de Don Quijote en América como forma de reparación simbólica del frustrado viaje del escritor. No faltaron quienes recurrieran a una salida conjetural de Don Quijote por estas tierras como forma de testimoniar lo mal que van las cosas y la necesidad de heroísmos más puros, como es el caso temprano de Peregrinación de luz del día , de Juan Bautista Alberdi (1874). Y los variados títulos que han recreado nuevas aventuras españolas o americanas en clave rioplatense (en versos criollos, en diálogos patrióticos, en culturas y geografías alteradas): “El Quijote de Cuyo” (1818); “Don Quijano de la Pampa” (1922); “Don Quijote en la calle Florida” (1933); “Don Quijote en la Pampa” (1948), son algunos entre tantos que ha relevado Alejandro Parada.
En Uruguay no han abundado tanto, aunque pueden encontrarse textos con esas características, como “1616, Madrid, Cervantes”, de Eduardo Galeano ( Memoria del fuego , 1982). Sin embargo, un lector casi obligado del Quijote, Marcelo Estefanell, quien lo leyó en la cárcel, preso durante la dictadura, escribió años después una continuación de las más cabales: El retorno de Don Quijote, caballero de los galgos (2004), permitiéndose incluso cambiar el final cervantino. Don Quijote no ha muerto, sino que tras un período de vida pastoril, volvió a las andanzas, cuya memoria se conserva en unos manuscritos en catalán que alguien legó misteriosamente a Estefanell. Este deberá pedir ayuda a un pariente para la traducción –también aquí la ascendencia peninsular ingresa a la ficción–, y así reescribir su propia versión de las aventuras restantes y la muerte heroica del personaje en el campo de batalla, enfrentando al Caballero Rojo y Negro. Hasta donde sabemos, la lectura del Quijote en la cárcel no enloqueció a nadie, pero sí hizo nacer más de un escritor, como es el caso de Carlos Liscano, a quien inoculó la posibilidad de salvarse inventando ficciones, según su propio testimonio. No es novedad que el Quijote es una obra generadora de ficcionalidades, de las cuales la reescritura o continuación es un tipo, aquel en que la huella es más evidente. Pero no menos notable es el tipo que trata de lectores enfermos o personajes a quienes enferma la literatura. Esa marca lunática podría señalarse en La casa de papel (2002), de Carlos María Domínguez, en la que el protagonista transita de la lectura compulsiva a la acción, como Alonso Quijano, pero de bibliófilo deviene en libricida. Más cervantinos son los lectores del mundo creado por Onetti, quienes casi sistemáticamente son lectores, o escritores o artistas frustrados, que han salido de ese lugar pasivo, para transformarse en fabuladores y vivir una ficción propia, como Don Quijote.

Hacerse escritor después de Borges


Martín Kohan ha dicho que la lectura de Cervantes es agobiante para un escritor, porque “todo” está ya en su obra, que se percibe como “definitiva”. La misma angustia puede significar para las últimas generaciones escribir después de Borges, lo que hace que sólo pueda escribirse “a partir” de él. En ese sentido puede suponerse que, en épocas recientes, la lectura de Cervantes no ha podido sustraerse a la influencia de Borges, a sus asaltos periódicos al Quijote para afirmar o negar la idea de la obra preexistente a su escritura, o la individualidad de la autoría, especialmente a las consecuencias de la creación de Pierre Menard como “autor del Quijote”.
María Elena Fonsalido se ha ocupado de rastrear las huellas cervantinas en la obra de Juan José Saer, así como en los textos críticos y ficcionales de Carlos Gamerro y Martín Kohan. En diversos artículos, Saer ha dejado pistas sobre los ítems de su deuda temática y formal con el Quijote: el desmantelamiento del heroísmo, la transformación del personaje gracias a la literatura, la “moral del fracaso”, la confrontación del símbolo con el mundo empírico, la duda acerca del concepto de lo real que supuestamente existe fuera del texto.
Como crítico, Gamerro forja en Cervantes la teoría de las “ficciones barrocas”, que le será tan productiva para leer la literatura argentina actual y que ejercitará como creador en  La aventura de los bustos de Eva (2004). Fonsalido observó los ribetes quijotescos de Ernesto Marroné, el protagonista, una versión paródica y fallida del Che Guevara, cuyas aventuras se inspiran en la lectura e imitación literal de libros de autoayuda.
En el caso de Kohan, señala el diálogo muy cervantino entre alta literatura y la de masas en Segundos afuera (2005) además del “juego de a dos”, contrapunto de personajes que responde al modelo de Don Quijote y Sancho. En Cuentas pendientes (2010), Kohan asume otro recurso nacido en el Quijote: la conciencia que la literatura puede tener de sí misma y de sus voces implícitas (firma, autor textual, narradores, personajes). Incluso Federico Jeanmaire, además dedicarse a la divulgación crítica del Quijote, ha escrito una novela biográfica de su autor, usando también sus recursos narrativos (Miguel, 1990).
A su modo, también Ana María Shua ha seguido la línea borgeana de borramiento de tiempos y autorías en un microrrelato de 1992, imaginando un Cervantes conocedor de la obra de Menard. La enorme cantidad de implícitos que el mito quijotesco trae anejo para cualquier lector occidental, hacen de él un material ideal para la escritura de microficciones, que deben condensar o sugerir un argumento en pocas líneas, por lo que los sobreentendidos resultan un perfecto atajo. En el Río de la Plata han incursionado en ellas: Marco Denevi (quien dedicó toda una serie al Quijote), Carlos María Domínguez y Fabián Vique, entre otros. Mario Levrero siguió el camino de la microficción crítica en segundo grado en “Giambattista Grozzo, autor de «Pierre Menard, autor del Quijote»” (1992), homenaje y parodia a Borges, de factura muy cervantina.

En Azul hay Dulcineas

Hay tantos perfiles de coleccionistas como objetos coleccionables, y cierto tipo de bibliofilia encaja en uno de estos tipos: la que busca ediciones únicas o especiales, en particular de una obra o un autor. El Quijote despierta la pasión del coleccionismo de quienes persiguen completar una totalidad imposible de ediciones, a la vez que anexan distinto tipo de objetos relacionados con la obra fetiche. El valor simbólico y el poder asignado a la colección retornan al coleccionista en forma de reconocimiento, invistiéndolo del prestigio de la cultura, y eso se potencia tratándose de un clásico.
Ciertos lugares comunes aseguran que el afán por la posesión, la búsqueda permanente, la necesidad de completar la serie, compensarían algunas formas de la carencia y la inseguridad, conjurarían la angustia ante el tiempo, la vulnerabilidad y la muerte (la colección está destinada a conservar y permanecer, a la vez que es siempre renovable). En el caso de coleccionistas de Quijotes hay que tener en cuenta los valores asignados al ambivalente personaje, cuya posesión simbólica se endosa el sujeto.
En Uruguay existieron al menos dos coleccionistas cervantinos muy destacables: Orlando Firpo (fallecido en 1964) y Arturo Xalambrí (1888-1975). La biblioteca cervantina de Firpo, hoy inubicable, poseía en 1950 miles de ejemplares, contando con un Quijote impreso en Valencia en 1605 y nueve ediciones del siglo XVII. La colección de Xalambrí, hoy bajo custodia de una universidad privada, llegó a reunir más de 1.000 ediciones del Quijote, una de ellas de 1611.
En Argentina, Bartolomé Ronco (1881-1952), radicado en la ciudad de Azul desde 1908, cultivó, como Xalambrí –a quien conoció– una desmesurada pasión cervantina. La muerte de su única hija acentuó su bibliofilia; fue además carpintero aficionado, fabricó ingeniosos juguetes de madera y, junto a su esposa, se volcó a tareas culturales comunitarias y caritativas. Ronco llegó a reunir una de las colecciones cervantinas más importantes fuera de España, y mantuvo una pasión paralela por las ediciones de Martín Fierro, del mismo modo que Xalambrí atesoró obras de Zorrilla de San Martín. Coleccionismo y tradición suelen llevarse bien, y en este caso, mientras Cervantes garantizaba el arraigo en la herencia española, los autores del canon local aseguraban la pertenencia nacional.
En 2007, la comunidad de Azul ha obtenido de la Unesco el “título” de ciudad cervantina de Argentina. Desde entonces lleva adelante un festival cada mes de noviembre, que reúne a artistas, académicos y aficionados, a la vez que estimula a los lugareños un particular culto al Quijote que bien podría haber nacido en una de las tantas ficciones cervantinas utópicas y trasnochadas que recorrieron el último siglo.