sábado, 15 de junio de 2013

16 de junio de 1904

Fue un día de verano común y corriente, que a la postre cambió la historia de la literatura

James Joyce, uno de los más importantes escritores de la historia. / elespectador.com
En una torre al lado del mar, el joven Stephen Dedalus discute con un amigo y le devuelve la llave quedándose sin alojamiento. Después, Stephen se entrevista con el viejo rector de un colegio para gomelos donde da clases de literatura. El viejo le paga su sueldo y le entrega un artículo sobre el peligro de la fiebre aftosa. Stephen sale a vagabundear a la playa, contempla a lo lejos la torre a la que no volverá nunca, deja que su imaginación vague sin concluir nada y regresa a la ciudad, Dublín, abandonando sobre una roca un pañuelo lleno de mocos y seguido por un bergantín de tres palos que entra al puerto.
Esa misma mañana, el señor Leopold Bloom, de profesión vendedor de anuncios, despierta en el lecho que comparte con su esposa Mary, de profesión cantante. Mr. Bloom prepara el desayuno para su mujer, se lo lleva a la cama donde le explica mal el significado de la palabra “metempsicosis” y habla con ella de libros levemente pornográficos. Después, come un jugoso riñón de cerdo, caga puntualmente, mientras lee mediocre periodismo irlandés, y sale a la calle, olvidando la llave de su casa en un bolsillo de la ropa que se puso el día anterior.
La odisea de este par de mediocres sin llave sigue su curso durante este 16 de junio cuando pasa de todo y no pasa nada. Bloom visita las oficinas del periódico donde trabaja, vaga por las calles soñando con los anuncios que piensa vender, almuerza, va a un entierro, es engañado por su mujer, se masturba mirando a una coja y asiste al nacimiento de un niño. Por su parte, Stephen da una conferencia en la biblioteca de Dublín, donde demuestra que Shakespeare es el fantasma del padre de Hamlet, habla con su hermana Dilly y se prepara para una noche de alcohol. Finalmente, Bloom y Stephen se encuentran y van a un burdel donde se emborrachan. Bloom invita a Stephen a su casa, a la que tiene que entrar por la puerta del servicio, y le da un chocolate caliente. Los dos hombres conversan y Stephen se despide de Bloom y sale a la calle, donde sospechamos que seguirá hacia el destierro. Por su parte, Bloom vuelve al sobre conyugal con su mujer adúltera y descansa. Ha viajado. El día se cierra con un mar de palabras sin signos de puntuación que ocupa 60 páginas y empieza y termina con la palabra yes.
Mal contado, esto es Ulises, la obra mayor de James Joyce, un genio que logró reunir en un libro el más profundo simbolismo y el realismo más crudo. Irónico y con la insolencia necesaria para creerse Shakespeare y pensar que tenía la capacidad de abolir el tiempo, Joyce nos dejó esta joya para ver si entendíamos que sólo asumiendo la vida con toda su mugre era posible llegar al cielo.
Durante más de un siglo, académicos, psicoanalistas y críticos de salón han destripado el Ulises y hurgado en sus entrañas buscando mensajes ocultos. Joyce se divertía estimulando esta lectura carnicera. Muerto de risa, se preocupó por difundir el atemorizante rumor de que en su novela había “algo más que lo evidente”, logrando que sus críticos se sintieran brutos y vacilaran a la hora de cuestionarlo. Esto, desde luego, no evitó que Ulises fuera censurado y que miles de ejemplares de esta novela magnífica ardieran en una hoguera atizada por funcionarios mediocres todavía más brutos que los críticos académicos. Pero esa es otra historia. En 1950 Occidente decide perdonar los pecados de su artista más grande y lo entroniza en el panteón de los inmortales. Desde entonces, ya todos tienen clara la excelsa calidad literaria de una obra que pocos han leído y nadie está seguro de entender.
Para evitar osos, cuando Valery Larbaud presentó en sociedad el Ulises lo hizo siguiendo un manual de lectura confeccionado por el mismo Joyce, donde se delataban las referencias homéricas y las partes del cuerpo humano a las que correspondían cada uno de sus capítulos. Con el tiempo, esta lectura prejuiciosa perduró y sucesivas generaciones de críticos descubrieron referencias al Talmud, al tarot, a la alquimia, al cine, al lenguaje periodístico, a Swift y a Swinburne, a anónimos poetas isabelinos. Lo aterrador es que todos estos hallazgos son reales. Joyce los puso en el texto de manera intencional logrando que el Ulises, con su avasallante dotación de treinta mil palabras distintas, no sólo sea el inventario de un idioma, sino el de una cultura.
Ulises es una novela monstruo con varios corazones, como el Kraken, y miles de ojos, como Argos. Un espanto mitológico, pero también un espanto de comedia. Joyce multiplicó con rigor de erudito los símbolos y las recurrencias con una obvia intención de burla. Le debían parecer muy graciosos los esfuerzos que haría después un ejército de incompetentes por penetrar en un texto que cifró de manera muy astuta.
A estas alturas, ya habrá más de uno que piense que me estoy tomando a Joyce a la ligera, que al acusarlo de payaso y negarme a hablar de su discurso oculto le estoy quitando méritos. Error. Joyce fue una mente superior, con todo lo que eso comporta. Para ponerlo en sus palabras: “un hombre de genio no comete errores. Sus errores son voluntarios y son puertas al conocimiento”. Así que el tono irónico que atraviesa Ulises como un relámpago es deliberado. La primera vez (me refiero a Shakespeare, of course) fue tragedia; la segunda debía ser farsa.
En Ulises nada es serio. O mejor dicho: todo es trascendente, pero es tratado de una manera que atenta contra la formalidad. No en vano Joyce era un simbolista, alguien que sabía que detrás de los actos más cotidianos se agazapa un signo capaz de abrir las puertas del más allá. Pero también era un realista, alguien que tenía claro que ese más allá arranca en este más acá que nos constituye, donde el más elevado de los pensamientos y la más atroz de las pasiones son meras reacciones químicas. Como decía Paul Eluard: hay otro mundo, pero está en éste.
Por eso, las discusiones sobre el “monólogo interior”, el laberinto, las llaves perdidas, Ícaro y su mujer pájaro, los cuernos de Shakespeare, la influencia de la escolástica o la canción de las sirenas, no sólo son inútiles, sino aburridas. Joyce se burló de todo eso al hacer su pregunta definitiva: “¿Qué nombre usó Ulises cuando vivió entre las mujeres?”. No lo sabremos nunca. Todo es tan incierto que dan ganas de vomitar, pero vayámonos acostumbrando porque el tiempo de las respuestas fáciles pasó. Estamos condenados a la penumbra.
Entonces, es mejor leer Ulises sin pretensiones hermenéuticas. Dejarnos ir y ya, sin pensar tanto. Así entenderemos de una que esta novela espléndida nos propone un desafío elemental: disfrutar con la prosa de alguien que está colocado en el umbral de los sueños, un mediador entre este mundo y el otro que sabe que no estamos condenados a la ceguera, sino apenas a la penumbra, y que es posible conocer la luz y ser iluminados por su recuerdo. Porque, ya entrados en gastos, hay que admitirlo: existe un momento de excepción deslumbrante en que las contradicciones de nuestra vida miserable desaparecen. Se llama epifanía y Joyce tuvo la suya y todos merecemos la nuestra.
Entre otras cosas, porque el 16 de junio de 1904 tal vez sí sucedió algo especial. Joyce conoció a Nora una semana antes, el 10 de junio de 1904. Nora Barnacle, la mujer pájaro que lo llevaría volando lejos del laberinto de Dublín y sería su musa durante 35 años. Su esposa, su única patria, que le dio una familia, garantizó la existencia del Ulises, que yo escriba estas páginas y que ustedes las lean en este momento. Todo esto porque tal vez, sólo tal vez, James y Nora hicieron el amor bajo los rododendros ese día de verano que parecía tan común y corriente.