domingo, 14 de abril de 2013

El cuento del domingo

Katherine Mansfield
 La mosca 
-Pues sí que está usted cómodo aquí -dijo el viejo señor Woodifield con su voz de flauta. Miraba desde el fondo del gran butacón de cuero verde, junto a la mesa de su amigo el jefe, como lo haría un bebé desde su cochecito. Su conversación había terminado; ya era hora de marchar. Pero no quería irse. Desde que se había retirado, desde su... apoplejía, la mujer y las chicas lo tenían encerrado en casa todos los días de la semana excepto los martes. El martes lo vestían y lo cepillaban, y lo dejaban volver a la ciudad a pasar el día. Aunque, la verdad, la mujer y las hijas no podían imaginarse qué hacía allí. Suponían que incordiar a los amigos... Bueno, es posible. Sin embargo, nos aferramos a nuestros últimos placeres como se aferra el árbol a sus últimas hojas. De manera que ahí estaba el viejo Woodifield, fumándose un puro y observando casi con avidez al jefe, que se arrellanaba en su sillón, corpulento, rosado, cinco años mayor que él y todavía en plena forma, todavía llevando el timón. Daba gusto verlo.
Con melancolía, con admiración, la vieja voz añadió:
-Se está cómodo aquí, ¡palabra que sí!
-Sí, es bastante cómodo -asintió el jefe mientras pasaba las hojas del Financial Times con un abrecartas. De hecho estaba orgulloso de su despacho; le gustaba que se lo admiraran, sobre todo si el admirador era el viejo Woodifield. Le infundía un sentimiento de satisfacción sólida y profunda estar plantado ahí en medio, bien a la vista de aquella figura frágil, de aquel anciano envuelto en una bufanda.
-Lo he renovado hace poco -explicó, como lo había explicado durante las últimas, ¿cuántas?, semanas-. Alfombra nueva -y señaló la alfombra de un rojo vivo con un dibujo de grandes aros blancos-. Muebles nuevos -y apuntaba con la cabeza hacia la sólida estantería y la mesa con patas como de caramelo retorcido-. ¡Calefacción eléctrica! -con ademanes casi eufóricos indicó las cinco salchichas transparentes y anacaradas que tan suavemente refulgían en la placa inclinada de cobre.
Pero no señaló al viejo Woodifield la fotografía que había sobre la mesa. Era el retrato de un muchacho serio, vestido de uniforme, que estaba de pie en uno de esos parques espectrales de estudio fotográfico, con un fondo de nubarrones tormentosos. No era nueva. Estaba ahí desde hacía más de seis anos.
-Había algo que quería decirle -dijo el viejo Woodifield, y los ojos se le nublaban al recordar-. ¿Qué era? Lo tenía en la cabeza cuando salí de casa esta mañana. -Las manos le empezaron a temblar y unas manchas rojizas aparecieron por encima de su barba.
Pobre hombre, está en las últimas, pensó el jefe. Y sintiéndose bondadoso, le guiñó el ojo al viejo y dijo bromeando:
-Ya sé. Tengo aquí unas gotas de algo que le sentará bien antes de salir otra vez al frío. Es una maravilla. No le haría daño ni a un niño.
Extrajo una llave de la cadena de su reloj, abrió un armario en la parte baja de su escritorio y sacó una botella oscura y rechoncha.
-Ésta es la medicina -exclamó-. Y el hombre de quien la adquirí me dijo en el más estricto secreto que procedía directamente de las bodegas del castillo de Windsor.
Al viejo Woodifield se le abrió la boca cuando lo vio. Su cara no hubiese expresado mayor asombro si el jefe hubiera sacado un conejo.
-¿Es whisky, no? -dijo débilmente.
El jefe giró la botella y cariñosamente le enseñó la etiqueta. En efecto, era whisky.
-Sabe -dijo el viejo, mirando al jefe con admiración- en casa no me dejan ni tocarlo-. Y parecía que iba a echarse a llorar.
-Ah, ahí es donde nosotros sabemos un poco más que las señoras -dijo el jefe, doblándose como un junco sobre la mesa para alcanzar dos vasos que estaban junto a la botella del agua, y sirviendo un generoso dedo en cada uno-. Bébaselo, le sentará bien. Y no le ponga agua. Sería un sacrilegio estropear algo así. ¡Ah! -Se tomó el suyo de un trago; luego se sacó el pañuelo, se secó apresuradamente los bigotes y le hizo un guiño al viejo Woodifield, que aún saboreaba el suyo.
El viejo tragó, permaneció silencioso un momento, y luego dijo débilmente:
-¡Qué fuerte!
Pero lo reconfortó; subió poco a poco hasta su entumecido cerebro... y recordó.
-Eso era -dijo, levantándose con esfuerzo de la butaca-. Supuse que le gustaría saberlo. Las chicas estuvieron en Bélgica la semana pasada para ver la tumba del pobre Reggie, y dio la casualidad que pasaron por delante de la de su chico. Por lo visto quedan bastante cerca la una de la otra.
El viejo Woodifield hizo una pausa, pero el jefe no contestó. Sólo un ligero temblor en el párpado demostró que estaba escuchando.
-Las chicas estaban encantadas de lo bien cuidado que está todo aquello -dijo la vieja voz-. Lo tienen muy bonito. No estaría mejor si estuvieran en casa. ¿Usted no ha estado nunca, verdad?
-¡No, no! -Por varias razones el jefe no había ido.
-Hay kilómetros enteros de tumbas -dijo con voz trémula el viejo Woodifield- y todo está tan bien cuidado que parece un jardín. Todas las tumbas tienen flores. Y los caminos son muy anchos. -Por su voz se notaba cuánto le gustaban los caminos anchos.
Hubo otro silencio. Luego el anciano se animó sobremanera.
-¿Sabe usted lo que les hicieron pagar a las chicas en el hotel por un bote de confitura? -dijo-. ¡Diez francos! A eso yo le llamo un robo. Dice Gertrude que era un bote pequeño, no más grande que una moneda de media corona. No había tomado más que una cucharada y le cobraron diez francos. Gertrude se llevó el bote para darles una lección. Hizo bien; eso es querer hacer negocio con nuestros sentimientos. Piensan que porque hemos ido allí a echar una ojeada estamos dispuestos a pagar cualquier precio por las cosas. Eso es. -Y se volvió, dirigiéndose hacia la puerta.
-¡Tiene razón, tiene razón! -dijo el jefe. aunque en realidad no tenía idea de sobre qué tenía razón. Dio la vuelta a su escritorio y siguiendo los pasos lentos del viejo lo acompañó hasta la puerta y se despidió de él. Woodifield se había marchado.
Durante un largo momento el jefe permaneció allí, con la mirada perdida, mientras el ordenanza de pelo canoso, que lo estaba observando, entraba y salía de su garita como un perro que espera que lo saquen a pasear.
De pronto:
-No veré a nadie durante media hora, Macey -dijo el jefe-. ¿Ha entendido? A nadie en absoluto.
-Bien, señor.
La puerta se cerró, los pasos pesados y firmes volvieron a cruzar la alfombra chillona, el fornido cuerpo se dejó caer en el sillón de muelles y echándose hacia delante, el jefe se cubrió la cara con las manos. Quería, se había propuesto, había dispuesto que iba a llorar...
Le había causado una tremenda conmoción el comentario del viejo Woodifield sobre la sepultura del muchacho. Fue exactamente como si la tierra se hubiera abierto y lo hubiera visto allí tumbado, con las chicas de Woodifield mirándolo. Porque era extraño. Aunque habían pasado más de seis años, el jefe nunca había pensado en el muchacho excepto como un cuerpo que yacía sin cambio, sin mancha, uniformado, dormido para siempre. «¡Mi hijo!», gimió el jefe. Pero las lágrimas todavía no acudían. Antes, durante los primeros meses, incluso durante los primeros años después de su muerte, bastaba con pronunciar esas palabras para que lo invadiera una pena inmensa que sólo un violento episodio de llanto podía aliviar. El paso del tiempo, había afirmado entonces, y así lo había asegurado a todo el mundo, nunca cambiaría nada. Puede que otros hombres se recuperaran, puede que otros lograran aceptar su pérdida, pero él no. ¿Cómo iba a ser posible? Su muchacho era hijo único. Desde su nacimiento el jefe se había dedicado a levantar este negocio para él; no tenía sentido alguno si no era para el muchacho. La vida misma había llegado a no tener ningún otro sentido. ¿Cómo diablos hubiera podido trabajar como un esclavo, sacrificarse y seguir adelante durante todos aquellos años sin tener siempre presente la promesa de ver a su hijo ocupando su sillón y continuando donde él había abandonado?
Y esa promesa había estado tan cerca de cumplirse. El chico había estado en la oficina aprendiendo el oficio durante un año antes de la guerra. Cada mañana habían salido de casa juntos; habían regresado en el mismo tren. ¡Y qué felicitaciones había recibido por ser su padre! No era de extrañar; se desenvolvía maravillosamente. En cuanto a su popularidad con el personal, todos los empleados, hasta el viejo Macey, no se cansaban de alabarlo. Y no era en absoluto un mimado. No, él siempre con su carácter despierto y natural, con la palabra adecuada para cada persona, con aquel aire juvenil y su costumbre de decir: «¡Sencillamente espléndido!».
Pero todo eso había terminado, como si nunca hubiera existido. Había llegado el día en que Macey le había entregado el telegrama con el que todo su mundo se había venido abajo. «Sentimos profundamente informarle que...» Y había abandonado la oficina destrozado, con su vida en ruinas.
Hacía seis años, seis años... ¡Qué rápido pasaba el tiempo! Parecía que había sido ayer. El jefe retiró las manos de la cara; se sentía confuso. Algo parecía que no funcionaba. No estaba sintiéndose como quería sentirse. Decidió levantarse y mirar la foto del chico. Pero no era una de sus fotografías favoritas; la expresión no era natural. Era fría, casi severa. El chico nunca había sido así.
En aquel momento el jefe se dio cuenta de que una mosca se había caído en el gran tintero y estaba intentando infructuosamente, pero con desesperación, salir de él. ¡Socorro, socorro!, decían aquellas patas mientras forcejeaban. Pero los lados del tintero estaban mojados y resbaladizos; volvió a caerse y empezó a nadar. El jefe tomó una pluma, extrajo la mosca de la tinta y la depositó con una sacudida en un pedazo de papel secante. Durante una fracción de segundo se quedó quieta sobre la mancha oscura que rezumaba a su alrededor. Después las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, levantando su cuerpecillo empapado, empezó la inmensa tarea de limpiarse la tinta de las alas. Por encima y por debajo, por encima y por debajo pasaba la pata por el ala, como lo hace la piedra de afilar por la guadaña. Luego hubo una pausa mientras la mosca, aparentemente de puntillas, intentaba abrir primero un ala y luego la otra. Por fin lo consiguió, se sentó y empezó, como un diminuto gato, a limpiarse la cara. Ahora uno podía imaginarse que las patitas delanteras se restregaban con facilidad, alegremente. El horrible peligro había pasado; había escapado; estaba preparada de nuevo para la vida.
Pero justo entonces el jefe tuvo una idea. Hundió otra vez la pluma en el tintero, apoyó su gruesa muñeca en el secante y mientras la mosca probaba sus alas, una enorme gota cayó sobre ella. ¿Cómo reaccionaría? ¡Buena pregunta! La pobre criatura parecía estar absolutamente acobardada, paralizada, temiendo moverse por lo que pudiera acontecer después. Pero entonces, como dolorida, se arrastró hacia delante. Las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, esta vez más lentamente, reanudó la tarea desde el principio.
Es un diablillo valiente -pensó el jefe- y sintió verdadera admiración por el coraje de la mosca. Así era como se debían de acometer los asuntos; ésa era la actitud. Nunca te dejes vencer; sólo era cuestión de... Pero una vez más la mosca había terminado su laboriosa tarea y al jefe casi le faltó tiempo para recargar la pluma, y descargar otra vez la gota oscura de lleno sobre el recién aseado cuerpo. ¿Qué pasaría esta vez? Siguió un doloroso instante de incertidumbre. Pero ¡atención!, las patitas delanteras volvían a moverse; el jefe sintió una oleada de alivio. Se inclinó sobre la mosca y le dijo con ternura: «Ah, astuta cabroncita». Incluso se le ocurrió la brillante idea de soplar sobre ella para ayudarla en el proceso de secado. Pero a pesar de todo, ahora había algo de tímido y débil en sus esfuerzos, y el jefe decidió que ésta tendría que ser la última vez, mientras hundía la pluma hasta lo más profundo del tintero.
Lo fue. La última gota cayó en el empapado secante y la extenuada mosca quedó tendida en ella y no se movió. Las patas traseras estaban pegadas al cuerpo; las delanteras no se veían.
-Vamos -dijo el jefe-. ¡Espabila! -Y la removió con la pluma, pero en vano. No pasó nada, ni pasaría. La mosca estaba muerta.
El jefe levantó el cadáver con la punta del abrecartas y lo arrojó a la papelera. Pero lo invadió un sentimiento de desdicha tan agobiante que verdaderamente se asustó. Se inclinó hacia delante y tocó el timbre para llamar a Macey.
-Tráigame un secante limpio -dijo con severidad- y dese prisa. -Y mientras el viejo perro se alejaba con un paso silencioso, empezó a preguntarse en qué había estado pensando antes. ¿Qué era? Era... Sacó el pañuelo y se lo pasó por delante del cuello de la camisa. Aunque le fuera la vida en ello no se podía acordar.
Katherine Mansfield es el pseudónimo que usó Kathleen Beauchamp (Wellington, Nueva Zelanda, 14 de octubre de 1888 - Fontainebleau, Francia, 9 de enero de 1923), una destacada escritora modernista de origen neozelandés.
Kathleen Bowden Murray nació como Kathleen Beauchamp el 14 de octubre de 1888 en una familia de clase media de origen colonial, en Wellington, Nueva Zelanda. Vivió con sus padres, dos hermanas, una abuela y dos tías adolescentes. Tenía una madre que era muy controladora, por lo que fue criada por su abuela. Esto se produce porque su madre quería tener un hijo, lo que provocó que ella le estuviera constantemente indicando que era un "accidente", por lo que no mostraba interés por ella. En 1893, la familia se muda a un área rural, donde pasará los mejores años de su infancia y donde nace su hermano Leslie.
En 1898, la familia vuelve a Wellington y ella publica su primera historia en la revista del colegio. En 1902, se enamora de su profesor de violonchelo, pero no es correspondida. Se siente rechazada por los habitantes, por lo que decide pedirle a sus padres que la envíen a estudiar a Londres. Sus padres se oponen, pero tras mucha insinstencia la dejan marcharse, junto a sus dos hermanas, al Queen's College de Oxford. Aparte de ir a clases al instituto, escribe también para la revista del mismo y recibe clases de violonchelo. Entonces conoce a su novia y después amante, Ida Baker. Pero cuando termina sus estudios sus padres le ordenan que vuelva a Wellington. Cuando vuelve, se arrepiente de haber vuelto, ya que no le gusta la vida en Wellington, un lugar que considera alejado del mundo inglés, y vuelve a Londres en 1908. A partir de entonces y durante el resto de su vida, su padre le envía una pensión anual de 100 libras esterlinas.
Para entonces, en 1908, se ha convertido en una buena violonchelista y sueña con dedicarse profesionalmente a eso, pero su padre no se lo permite y nunca lo hará realidad. Rápidamente se convierte en una bohemia, como muchos artistas de su época, y conoce a un chico llamado Garnet Trowell, del que se queda embarazada, pero los padres de éste se oponen a la relación y ésta termina. Conoce a un profesor de canto 11 años mayor que ella, George Bowden, con el que se casa, pero lo abandona la noche de bodas. Cuando informa a sus padres de que está embarazada, su madre, Annie, llega a Londres a principios de 1909 y se la lleva a Bad Wörishofen, en Baviera, Alemania, con la intención de mantener su embarazo en secreto y curar su lesbianismo, ya que su madre también conoce su relación con Ida Baker, su amante.
En algún momento en Alemania, sufre un aborto natural y pierde al bebé que esperaba. Vuelve a Londres en enero de 1910 y no volverá a ver a su madre. Allí publica 12 historias en "New Age". También mantiene una relación con la mujer de su jefe, Beatrice Hastings. Posteriormente, estas historias son publicadas en un libro con el título de "En una pensión alemana", pero tiene poco éxito. A pesar de eso, envía una historia a la revista "Rythym", pero esta es rechazada por el editor, John Middleton Murry, quien le pide algo más "oscuro". En 1911 ambos empiezan una relación, y acabarán casándose en 1918, pero es una relación "ahora sí, ahora no", compartida con Ida Baker. Unas veces está con Murry, otras con Baker, y otras con ambos, los tres viviendo juntos. Contrae gonorrea, que le provocará artritis para el resto de su vida. En 1912 la revista tiene muchas deudas, ya que el socio de Murry se ha ido con parte del dinero ganado. Entonces ella abandona a Murry y a Baker y se va a vivir a Francia, con otro hombre, pero la relación no funciona y decide volver a Londres con Murry. En febrero de 1915, su hermano Leslie llega a Londres, donde se está formando como oficial. Es un momento feliz para ella, pero la alegría no dura mucho, pues Leslie muere en el frente en octubre de ese año.
La muerte de su hermano le deja muy afectada, por lo que empieza a refugiarse en sus recuerdos de la infancia, cuando vivía en Nueva Zelanda, un lugar que antes le parecía horrible. A pesar de eso, a principios de 1916 entra en su época más productiva y su relación con Murry mejora. En diciembre de 1917, enferma de tuberculosis, por lo que empieza a viajar por toda Europa buscando una cura para la enfermedad. A pesar de eso, su salud empeora y tiene una fuerte hemorragia de la que logra recuperarse, en marzo de 1918. Para abril, ya ha conseguido divorciarse de George Bowden, y se casa con Murray, pero se separan dos semanas después.
Publica su segundo libro de historias, "Preludio". Durante el invierno de 1918, ella e Ida Baker viven en un pueblo en San Remo, en Italia, donde Murry llega para pasar las Navidades con ellas. La relación con Murry es distante a partir de ese momento, ya que viven separados, él en Londres y ella en Italia. Mientras está en Italia recibe la visita de su padre, que ha enviudado recientemente. A partir de entonces empieza a buscar desesperadamente cura para la tuberculosis, algunos poco ortodoxos.
En 1920 publica su tercer libro con historias "Por Favor", el cual es un gran éxito. Posteriormente, en 1921, se traslada a Suiza, donde escribe "El Viaje". Un año después publica su cuarto libro de historias, "La Fiesta En El Jardín". Viaja a París, donde se aloja en un balneario cerca de Fontainebleau, donde es visitada por Murry el 9 de enero de 1923. En la tarde de ese día sufre una segunda hemorragia pulmonar que le provoca la muerte a los 34 años.
Murry coge todo lo que había escrito y se lo lleva a Londres, para publicarlo. Prepara una serie de historias y las publica en un libro titulado "El Canto del Cisne" ese mismo año y al año siguiente hace lo mismo con otras historias en un libro titulado "Algo Infantil". Posteriormente publicará también su diario "Diario de Katherine Mansfield" (1927) y "Cartas de Katherine Mansfield" (1928).
Semblanza biográfica: Wikipedia.Texto y foto: El cuento del día.