jueves, 13 de septiembre de 2012

La tragicomedia nacional

Evelio Rosero es uno de los escritores colombianos más prominentes en la actualidad. Una mirada crítica a un autor alejado del protagonismo público
Evelio Rosero, autor de libros como ‘Los almuerzos’, entre otros.  / Archivo - El Espectador
Evelio Rosero, autor de libros como Los almuerzos, entre otros. / Archivo - Elespectador.com
Evelio Rosero se toma una foto para promocionar sus libros. La situación lo incomoda, porque a Evelio no le gusta posar de estrella. Al contrario, es un tipo que recela de la figuración. No escribe para revistas, no tiene columnas de opinión en los periódicos, no va a cocteles y es un desastre concediendo entrevistas. Prefiere que sus libros hablen por él: ocho novelas, una obra de teatro, cuatro relatos para niños, un volumen de poesía. Un escritor a secas, con nula carga de farándula y una colección de premios que no exhibe, pero que fueron conseguidos a pulso: el Tusquets, el ALOA, el Independent Foreign Fiction Prize. En resumen, un ser antimediático atrapado en un universo mediático, un perro a cuadros que ahora se toma una foto para darles gusto a sus editores.
—Sonría, por favor —le pide el fotógrafo, quien quizá piensa que el gesto adusto de Evelio es poco comercial.
La neura le gana la partida. Desde el principio se sintió mal y cada minuto que pasa le confirma que esto no fluye. Entonces da una respuesta hosca que deja al fotógrafo helado.
—No tengo motivos para sonreír.
Las mismas cinco palabras amargas y sabias que Malcolm McDowell suelta al final de O Lucky Man!. No sabemos si Evelio es consciente de haber citado a Lindsay Anderson. De hecho, no lo sabremos nunca, porque para salir de dudas tendríamos que conocerlo y preguntarle, y eso es algo que jamás haremos. Por lo tanto, sigamos instalados en la ficción y —como a los cuentos hay que darles unidad— amarremos los cabos sueltos.
En primer lugar, la referencia a O Lucky Man! no es gratuita. Esta película es una comedia y al menos dos novelas de Rosero asumen lo cómico con una perspectiva que podrá ser discreta, pero resulta evidente.
En La carroza de Bolívar, la última novela de Rosero, el propósito es burlarse de la figura paternal de Bolívar. La apuesta es revelar al Libertador como un tirano tropical ambicioso, traidor, racista y pésimo militar. “El Napoleón de las retiradas”, como le decía el Negro Piar. Según la tesis anarquista de Rosero, Bolívar no fue el superhombre excepcional que nos pintan sus fans, sino un cobarde enamorado del poder, el primero de una larga tradición de falsos redentores que nos han sumido en la miseria de una guerra interminable.
Es posible que Rosero tenga razón, que nuestra tragicomedia tenga sus raíces en la fundación de esta patria enclenque, donde desde el mero origen somos víctimas de las mentiras de los de arriba. Tal vez por eso nuestras empresas son tan inútiles como arar en el mar y las palabras con las que nombramos nuestro fracaso son una impostura. Pero la verdad es que hemos vivido un par de siglos así, estamos hechos a nuestra payasada y nos la gozamos. Lo prueba el escaso ruido que produjo La carroza de Bolívar al transitar por las rotas calles de nuestra literatura. En otro país, atacar al Padre Fundador habría sido un escándalo. Aquí, no. En Colombia todo es rumba, nada merece respeto, y si Bolívar es un farsante a quién le importa. Igual, el hombre hace años desapareció hasta de los billetes y su imagen es ahora propiedad de la guerrilla y del comandante Hugo Chávez. En el vacío cultural que dejó su recuerdo se coló Álvaro Uribe, nuestro nuevo mesías de la guerra.
Política aparte, en stricto sensu literario, como diría un santanderista, La carroza de Bolívar está llena de buenos momentos, pero tiene un desequilibrio estructural que no la deja ser grande. Su intención cómica está demasiado en primer plano. Como en Sábados Felices, los personajes tienen nombres y comportamientos ridículos, y si la intención era reírse de Bolívar, nada que ver. El humor está oscurecido por unos protagonistas sin magia que no tienen ni la fuerza ni el encanto para sostener una tesis tan brava. En estas condiciones, Rosero termina siguiendo los pasos del peor Vargas Llosa. Un fracaso, sí. Pero como maneras de fracasar hay muchas y nadie está exento de, es justo reconocer el esfuerzo de un escritor que tuvo el valor de atreverse y la entereza para llegar hasta la página 389 sosteniendo sin alharaca una prosa que se deja leer. Esto es más —mucho más— de lo que han hecho otros.
En Los ejércitos, la novela insignia de Rosero, las cosas son a otro precio. Empezando porque el asunto es más medido, el protagonista tiene más peso, la construcción evita la farsa y el humor encuentra su nicho. Todo el libro está atravesado por una ironía amable que no violenta a los personajes, sino que los nimba con una ternura que posibilita una tremenda identificación. Un éxito, sí. Con razón es una novela que se puede leer en 12 idiomas y le ha dado a su autor el reconocimiento que merece. Los que saben insisten en que “su lenguaje está influido por Rulfo”, encuentran un parentesco entre el protagonista y Raskolnikov (¡!) y creen que “su rodilla hinchada es un homenaje al Molloy de Beckett”. Estas babosadas deben divertir mucho a Rosero y explican su desprecio por los periodistas culturales, a los que llama “papagayos”. Pero al mismo tiempo tienen su valor, porque expresan el desconcierto de los “críticos”, que cuando encuentran un texto valioso terminan perdidos en un laberinto de referencias cultas y ocultas, tratando de explicar lo que sería mejor aceptar como inexplicable.
En ocasiones, Los ejércitos —a pesar de no serlo— termina en el saco de las novelas de “conciencia social”. Las reseñas que se han hecho a sus traducciones y a la edición española apuntan en esta dirección, y es una injusticia. Se entiende que es un argumento de venta, porque las buenas almas que aspiran a un mundo sin guerras compran mucho libro; pero la novela de Rosero es mucho más que una “denuncia” o un “testimonio” sobre la masacre de un pueblo. Es literatura y es buena literatura. Es decir, un ejercicio consciente de fabulación que trata de suscitar emociones y lo logra.
Por lo demás, y esto ya es una consideración personal y por lo tanto atrevida, lamento que Evelio Rosero no sonría con más frecuencia. Porque es un hecho: de las catorce fotografías que hay de él en la red, sólo muestra los dientes en una. Lo que es una pena, porque tiene una hermosa sonrisa.