sábado, 1 de octubre de 2011

Minicuentos 13


La casa de los vecinos ausentes

Janet Xirgu


Cruzó la calle, dobló una esquina, tropezó con una caja abandonada, un transeúnte lo sostuvo y no cayó al suelo, cruzó otra calle, dobló otra esquina, siguió andando, se hizo de noche, miró hacia arriba y vio una ventana iluminada, se giró y dio unos cuantos pasos atrás, se fue por una bocacalle y desapareció.

Dicen que ya no volvió a la casa de donde había salido, ni llegó nunca a la casa que dicen que buscaba. Eso es lo que en el barrio dicen.

A lo bien

Marcelo Del Castillo

¿Cómo se llamaba, esa mujer menuda y bonita que tuvo un niño de un pandillero, que estaba en la cárcel porque había sido atrapado en el asalto a un banco. Después también tuvo otro niño de un muchacho "a lo bien", que era hijo del dueño del supermercado del barrio. Ella no vivía con ninguno de sus hijos porque se los habían separado y cada niño estaba repartido uno con la madre del pandillero, y el otro con los padres del muchacho a lo bien. Entonces a ella le había dado por consumir droga; primero aspirando pegante, después marihuana, y por ahí siguió a la cocaína. Para costearse la adicción, a lo bien, se metió de puta. ¿Cómo se llamaba?

Del árbol de la vida

Guillermo Samperio

La otra tarde en el autobús repleto de gente, aproveché la oportunidad y metí la mano al seno de una mujer de amplias tetas; ella cómplice y cachonda, se dejaba hacer. Próximos a mi parada, retiré la mano y extrajé una toronja y una pelota de softbol. A mi hermana Matilde, que le gustan los deportes, le regalé la pelota y yo me quedé con la fruta como recuerdo de aquella tarde. Con el pasar de los días, me di cuenta de que la toronja conservaba su consistencia y sus tintes rosados; durante las noches palpitaba, se teñía de sonrojo, se dilataba, se hacía tensa, húmeda, mientras yo la acariciaba.

El espejo chino

Anónimo

Un campesino chino se fue a la ciudad para vender la cosecha de arroz y su mujer le pidió que no se olvidase de traerle un peine.

Después de vender su arroz en la ciudad, el campesino se reunió con unos compañeros, y bebieron y lo celebraron largamente. Después, un poco confuso, en el momento de regresar, se acordó de que su mujer le había pedido algo, pero ¿qué era? No lo podía recordar. Entonces compró en una tienda para mujeres lo primero que le llamó la atención: un espejo. Y regresó al pueblo.

Entregó el regalo a su mujer y se marchó a trabajar sus campos. La mujer se miró en el espejo y comenzó a llorar desconsoladamente. La madre le preguntó la razón de aquellas lágrimas.

La mujer le dio el espejo y le dijo:

-Mi marido ha traído a otra mujer, joven y hermosa.

La madre cogió el espejo, lo miró y le dijo a su hija:

-No tienes de qué preocuparte, es una vieja.


El cubo
Virgilio Piñera


Cuando Juan cumplió dieciocho años y se graduó de enfermero, una señora obtuvo para él una plaza en el Hospital Municipal. Con este acto, quiso la señora darle importancia a la vida de Juan, y al mismo tiempo, engrandecer la suya propia con algo edificante. Pero esta misma vida, sin ninguna importancia, resultó también muy extraña: Juan hizo sus primeras armas como enfermero en el cuerpo de su benefactora. La dama, con sus virtudes, murió aplastada al pasar bajo un balcón ruinoso. Juan llenó ese día su primer cubo de algodones ensangrentados.
Consideró horrible la muerte de su benefactora, y no menos horrible la casualidad que le ponía sus despojos por delante. Pensó renunciar a su puesto, que le pareció un receptáculo de vidas aplastadas, y era tanta su necesidad y tanto su deseo de defender la vida (no olviden, por favor, que no tiene ninguna importancia), que se vio obligado a llenar un segundo cubo.
Así, desde ese momento, organizó sus cubos ensangrentados. De vez en cuando iba al cine o a la playa, se compraba un par de zapatos nuevos o se acostaba con su mujer, pero sentía que resultaban como accidentes: el fundamento de su existencia era el cubo.
A los treinta años seguía desempeñándose como enfermero en la sala de accidentados del Hospital Municipal. Entre tanto, crecía y se transformaba la ciudad. Fueron demolidas viejas casas y otras nuevas y altísimas fueron edificadas. Visitó la ciudad el famoso ayunador Burko y debutó en el teatro de la ópera la celebérrima cantatriz Olga Nolo. Juan, día a día, cumplía con sus funciones. Cosa singular: ni Olga Nolo, ni antes tampoco Burko pudieron evitar que el cubo fuera llenado.
Como a todos, le llegó a Juan la jubilación. Recibió la suya un día después de cumplir sus sesenta años -término prescrito por la ley para dejarlo todo de la mano, incluso el cubo.
Ese mismo día, el notabilísimo patinador Niro comenzó su actuación en el Palacio del Hielo. Patinaba sobre la helada pista con el inmenso coraje de tener el trasero al descubierto. Aunque un patinador con el trasero al descubierto es un acontecimiento importante (vista la poca importancia que tienen las vidas), Juan no pudo verlo. Cuando salía del Hospital con su jubilación en el bolsillo y dispuesto a asistir a la actuación de un patinador tan original, se detuvo y contempló largo rato la fachada del Hospital, lamió las paredes con la mirada, y acto seguido, al cruzar la calle, se tiró bajo las ruedas de un camión que pasaba.
Al fin estaba en la sala de accidentados. Iba a morir y oyó murmullos sin importancia. Hizo señas al médico de turno y expresó su última voluntad. El médico abrió tamaños ojos, tendió la vista buscando y se agachó. Descubrió el cubo debajo de la mesa de curaciones. Se lo puso a Juan en los brazos. Con maestría consumada, Juan empezó, sin ninguna importancia, a meter en el cubo los algodones ensangrentados. Bastaba su desasosiego para darse cuenta de que su única aspiración, en los pocos minutos que le quedaban, era llenar el enorme cubo hasta los bordes.

El pozo

Luis Mateo Díez

Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años.

Fue una de esas tragedias familiares que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa.

Veinte años después mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse.

En el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en el interior.

"Este es un mundo como otro cualquiera", decía el mensaje.

foto:archivo